Ante la sorpresa de los invitados, que creen recordar haber leído sus necrológicas en los periódicos, incluso haber asistido a su capilla ardiente, el laureado escritor entra en la sala con la mirada perdida. Sin hacer la correspondiente reverencia a los anfitriones, se lanza sobre el crítico literario que lo acusó de plagio, casca su cabeza apretándola entre las manos y devora la nuez de su cerebro. El cuerpo del crítico se alza al instante, se dirige hacia el director de "La gaceta literaria", arranca la mano que firmó su despido y la mastica con deleite. El periodista, por su parte, arrebata los genitales de un bocado al cineasta que le quitó la novia y este, a su vez, da sendos mordiscos en los pechos traidores de la chica, que lo abandonó por el gallardo príncipe que preside la recepción. El príncipe al ministro, el ministro a la duquesa, la duquesa a la plebeya que casó con el príncipe, la plebeya al jefe de protocolo...
Las bandejas del cáterin llegan al tiempo que los muertos vivientes abandonan la estancias a empellones, en busca de nuevas víctimas. Sentados entre charcos de sangre, con la puerta trancada por el rico mobiliario, los diez camareros—dos biólogas en paro, tres estudiantes de arquitectura, una aspirante a actriz y cuatro becarios— degustan canapés de caviar, croquetitas de gambas, mini hojaldres de hongos y delicias de jamón antes de que el Apocalipsis se consume.